La “Escuela Vaticana”: de León XIII a León XIV

Aníbal Torres

“Denles ustedes de comer”

En este mundo lacerado por la crisis ecológica, la injusticia social, la guerra “en pedazos”, el neocolonialismo, el asedio a la democracia como estilo de vida y la falta de ética en la revolución de los algoritmos, nuestro amado Papa Francisco, quien dejó este mundo en el comienzo de la Pascua, nos convocó en este Jubileo del primer cuarto del siglo XXI a una amplia “alianza social para la esperanza” (Spes non confundit 9).

Tras el funeral del Papa argentino y jesuita, tuvo lugar la realización del Cónclave. Del mismo surgió electo el Cardenal agustino Robert Francis Prevost, de nacionalidad estadounidense y peruana. El nombre elegido por el nuevo Papa, León XIV, dio lugar a una serie de interpretaciones, algunas piadosas pero no necesariamente acertadas. Tras saludar “urbi et orbi” desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, presentándose como “un hijo (espiritual) de San Agustín” y enfatizando la urgencia de “la paz desarmada y desarmante” (verdadero don de Cristo resucitado para el mundo), el nuevo Pontífice explicó ante el Colegio Cardenalicio el motivo del nombre que escogió: “…al sentirme llamado a proseguir este camino, pensé tomar el nombre de León XIV. Hay varias razones, pero la principal es porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial y hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo” (10/05/2025).

Esta breve pero significativa referencia nos hace pensar a varios que el nuevo pontificado pondrá especial énfasis en la Enseñanza Social de la Iglesia, inaugurada felizmente con la mencionada encíclica, publicada un 15 de mayo, hace 134 años.  Por poner un “dato de color”, como suele decirse, no es casual que por estos días algunos recordaron un célebre pasaje fílmico de la película “El padrecito” (1964), donde el genial Mario Moreno Reyes “Cantinflas” se mostraba como un joven sacerdote imbuido plenamente de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). 

Así, a la luz de estos acontecimientos, en este trabajo me interesa destacar las propuestas de la DSI o, como prefieren algunos decir en un leguaje contemporáneo, el Discernimiento Social de la Iglesia o la “Escuela Vaticana”,[1] en materia de fraternidad y desarrollo humano integral y sostenible de los pueblos, especialmente de los pueblos pobres, y de los pobres mismos. Al mismo tiempo, en sintonía con lo anterior, considero pertinente abordar la cuestión de la creación y distribución de la riqueza. Antes de continuar, resulta fundamental tener presente que la DSI no es ideología (en el sentido arendtiano del término, es decir, “lógica coactiva de la idea”), sino teología, concretamente, teología moral social. Este es su estatuto epistemológico. Pese a que el término “doctrina” hoy no goce de prestigio (pues se lo asocia equívocamente a “adoctrinamiento”, en detrimento de la formación de una conciencia libre y lúcida), tengamos en cuenta que la Iglesia toma dicha noción de la palabra latina “docere”, es decir, “enseñanza”.   

A partir de estos señalamientos, sostengo entonces que el Papa León XIV, según trasunta en sus primeras declaraciones públicas, hay continuidad y cambio respecto a sus predecesores: para Pío XII, elegido prácticamente en las puertas del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el lema era Opus iustitiae pax (“La paz, obra de la justicia”). Para Juan Pablo II, como quedó plasmado en la publicación del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, la consigna era Opus solidaritatis pax (“La paz, obra de la solidaridad”). Y para Francisco la paz resultaba fruto de la fraternidad y la organización comunitaria.

La “Escuela Vaticana” hasta antes de León XIV: posicionamiento público según la evolución de la “cuestión social”

En una apretada síntesis y siguiendo la identificación de tres grandes etapas en la historia de la DSI, según postulara el recordado estudioso Gerardo Farrell, recordemos que la “Escuela Vaticana” surgió con la ya referida Rerum Novarum. Cabe recordar que este pronunciamiento desde el más alto nivel del Magisterio de la Iglesia, se dio como respuesta (alternativa y superadora) a la llamada “cuestión social”, producto de las consecuencias sociales que iba dejando la Revolución Industrial, sobre todo en los países de un capitalismo avanzado para la época. De esto da cuenta la monumental novela Los Miserables de Victor Hugo (1862), si bien constituye un tratado religioso más que sociohistórico, como lo considera fundadamente Mario Vargas Llosa en La tentación  de lo imposible. Desde aquel momento y hasta 1958, año del fallecimiento de Pío XII, la cuestión social (y con ella la DSI) tuvo un carácter marcadamente socio-económico. Además, su método partía de lo deductivo hacia lo empírico.

Si León XIII tomó distancia tanto de la lucha de clases (propugnada por el socialismo) como de la no injerencia del Estado (según los postulados del liberalismo), promoviendo la sindicalización de los trabajadores y la sanción de legislación social, Pío XI propondrá el principio de subsidariedad del Estado (frente a los autoritarismos y totalitarismos en auge) y el principio de la justicia social, como rector de la economía (Cf. Quadragesimo anno, en 1931). Tocará a Pío XII, ante la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, vislumbrar a la democracia como el camino a recorrer por los pueblos (Cf. Benigtitas et Humanitas, en 1944), en línea con lo que más de un siglo antes había advertido Alexis de Tocqueville.        

En los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, no sólo tocó responder a la expansión de la cuestión social a escala planetaria (con el impulso a la carrera espacial en medio de la Guerra Fría y las discusiones sobre la natalidad), sino también a un giro metodológico: de lo empírico a lo deductivo, o, como lo plasmará Juan XXIII en el número 236 de la encíclica Mater et Magistra, el método ver, juzgar, actuar. Es decir, partimos de la realidad tal como es, no de las ideas que tenemos sobre ella. La renovación que supuso el Sacrosanto Concilio Vaticano II y su llamamiento a discernir los “signos de los tiempos” enfatizó esa reorientación pastoral. Ahora bien, en esta etapa, si pensamos por ejemplo tanto en los convulsionados años 60’ y 70’ (con las protestas de trabajadores y estudiantes, como el Mayo Francés o el Cordobazo en Argentina o los reclamos por los derechos civiles en Estados Unidos, también con el movimiento de descolonización en África y Asia), el mundo estaba partido en cuatro bloques: el capitalismo en Occidente, el comunismo en Oriente y, a la vez, una línea más sutil pero real que separaba al Norte desarrollado del Sur subdesarrollado. O, dicho en categorías de parte de la teología y la filosofía surgida en y desde América Latina, el Sur dependiente, cuyos pueblos anhelaban la liberación del dominio de los centros de poder del Norte.

En este contexto se expandirá por todo el mundo y paulatinamente la obra de amor operante de una mujer, la Madre Teresa de Calcuta, entre “los más pobres de los pobres” en los cuales veía a Cristo oculto “bajo un angustioso disfraz”.  Según entiendo -y de manera alegórica-, si “los miserables” dieron nombre al sujeto social vulnerado en la primera etapa de la cuestión social, “los más pobres de los pobres” caracterizaron a la segunda etapa, hasta que con Francisco se hable de “los excluidos”, en la tercera etapa, iniciada con la elección de Juan Pablo II en 1978, y que se prolonga hasta el presente.

Con el Papa polaco, la DSI pondrá atención en los fundamentos antropológicos de los problemas de la cuestión social. Para Juan Pablo II, la preocupación estaba en corregir la visión que de la persona humana nos legó la modernidad, valorando la infinita dignidad del varón y la mujer, en tanto imago Dei. Por eso, en la única encíclica dedicada íntegramente al trabajo, Laborem exercens (1981), se destaca el carácter subjetivo del mismo (quién produce) por sobre el carácter objetivo (lo que se produce). Es decir, la persona del trabajador se pone en el centro y participa espiritualmente del misterio de creación y de redención. Así, “el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social”.[2]

Con la caída del Muro de Berlín en 1989 parecía que la historia llegaba a su fin, según se había vaticinado equívocamente. Si bien reconocía la nueva realidad, signada por el triunfo de la economía de mercado, la “Escuela Vaticana” no dejaría de advertir sobre los peligros de convertir en ídolos al mercado y al dinero. Muestra de este infausto devenir fue el estallido de la burbuja financiera en 2007-2008, que merecería la reflexión de Benedicto XVI reimpulsando la necesidad de un desarrollo humano integral, con su encíclica Caritas in Veritate (2009), evocando la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI (1967). 

Desde la elección del Papa Francisco en 2013, la etapa antropológica de la DSI se complementará con la centralidad de la ecología integral y de la fraternidad, óptica desde la cual el Obispo de Roma expresó su cercanía por “los miserables” o “los más pobres de los pobres”. Lo manifestó el mismo nombre que eligió, por primera vez en la historia del Papado: Francisco, por il poverello de Asís, el Alter Christus (Otro Cristo), del cual se conmemoraron los ocho siglos de sus místicos estigmas y la composición del precioso Cántico de las Criaturas. Con su nombre, Francisco de Roma se hizo cargo de la opción preferencial por los pobres, según la intuición profética (e incluso martirial) de la Iglesia en América Latina, a partir de las Conferencias de Medellín (1968) y Puebla (1979). Pero corresponde hacer notar que el Papa agrega a esta opción la preposición “con”, según ha dicho varias veces Emilce Cuda. Es decir, optar “con” los pobres es optar “con” los migrantes y refugiados, los descartados, los trabajadores mal remunerados y con derechos vulnerados, las mujeres y los niños abusados y postergados, los presos, etcétera. En definitiva, aquellos a quienes la sociedad hedonista, consumista y exitista, considera como descartados, como los leprosos de nuestro tiempo. Por eso, en Evangelii Gaudium (2013) el Papa tomó nota de la delicada realidad actual: “Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes»”.[3]

Esta opción que el Papa  propuso a toda la Iglesia, en sus 12 años de pontificado, a la luz del Evangelio y de la Tradición, fue reforzada con otros pronunciamientos magisteriales: en Evangelii Gaudium Francisco nos dijo que “esta economía mata”, sobre todo a los más pobres.[4] En Laudato Si’ nos planteó que está aconteciendo una crisis civilizatoria socio-ambiental, que demanda escuchar el clamor de la tierra y el clamor de los pobres.[5] En Fratelli Tutti propuso, en una lectura no acrítica de los postulados de la Revolución Francesa,[6] tanto una “fraternidad abierta”[7] como una “fiesta de fraternidad social”,[8] junto con ratificar que para la DSI “el gran tema es el trabajo”.[9]

Según hizo constar Francisco en la encíclica Dilexit nos, la luz y la profundidad de la mística sacricordiana estaba detrás de su Magisterio Social, ya que “bebiendo de ese amor [de Jesucristo] nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común”.[10]

El legado de este gran Pontífice podemos resumirlo diciendo que en el delicado contexto mundial actual urge entonces construir puentes de fraternidad (fundada en la filiación divina), asumiendo que “la vida en común” se estructura “en torno a comunidades organizadas”.[11] Tal es el discernimiento evangélico e histórico que realizó el Papa jesuita, cuyo impulso a la sinodalidad dentro de la Iglesia, se proyecta al mundo secular como propuesta concreta de diálogo socio-ambiental para la paz global a partir de la institucionalización de la solidaridad, del multilateralismo “desde abajo”, con los pobres de las periferias en el centro de las tomas de decisiones económicas y políticas. La DSI, que sostiene que el desarrollo humano integral y sostenible es el nuevo nombre de la paz,[12] puede y debe brindar este servicio a la familia humana. Testigos que encarnaron el Evangelio, como Francisco de Asís y Teresa de Calcuta nos recuerdan, esperanzadamente, que “se puede”.[13]   

Bienes para “¡todos, todos, todos!”, la hora (y el desafío) de León XIV

Considero pertinente referir en esta última sección las lúcidas palabras Juan Pablo II en, como dije, la única encíclica dedicada el tema del trabajo. Al expresar certeramente la posición de la “Escuela Vaticana” sobre un tema crucial, como la llamada teoría del valor, el Papa afirmó la prioridad del trabajo sobre el capital, desde una perspectiva personalista:

“Así pues el principio de la prioridad del trabajo respecto al capital es un postulado que pertenece al orden de la moral social. Este postulado tiene importancia clave tanto en un sistema basado sobre el principio de la propiedad privada de los medios de producción, como en el sistema en que se haya limitado, incluso radicalmente, la propiedad privada de estos medios. El trabajo, en cierto sentido, es inseparable del capital, y no acepta de ningún modo aquella antinomia, es decir, la separación y contraposición con relación a los medios de producción, que han gravado sobre la vida humana en los últimos siglos, como fruto de premisas únicamente económicas. Cuando el hombre trabaja, sirviéndose del conjunto de los medios de producción, desea a la vez que los frutos de este trabajo estén a su servicio y al de los demás y que en el proceso mismo del trabajo tenga la posibilidad de aparecer como corresponsable y coartífice en el puesto de trabajo, al cual está dedicado. Nacen de ahí algunos derechos específicos de los trabajadores, que corresponden a la obligación del trabajo”.[14]

Algunos, por ignorancia o por malicia, acusan a la DSI o Discernimiento Social de la Iglesia o “Escuela Vaticana” de poner más el acento en la distribución que en la creación o producción de valor. Allí están las acusaciones, podría decirse, desde versiones simplonas y radicalizadas (como la expresada por Murray Rothbard) de posturas que se remontan, por ejemplo, o a Robert Nozick (liberalismo libertario o propietarista) o a la llamada “Escuela Austríaca” de Ludwig von Mises y Fiedrich Hayek, entre otros exponentes. Para tales detractores, el catolicismo social  pregona el “pobrismo”, con la defensa de la intervención subsidiaria del Estado y el supuesto combate tanto a la legítima prosperidad como a los derechos de propiedad. Esas invectivas no solamente son falaces sino que incluso no pocas veces son violentas o generadoras de violencia, llevando al martirio -persecución mediante- a muchos hermanos y hermanas que defienden el programa que concretiza el bien común en acciones tendentes al acceso a educación de calidad, tierra, techo, trabajo y tecnología, que desde los principios de la DSI Francisco consideraba, proféticamente, como “derechos sagrados”.

Desde sus orígenes a finales del siglo XIX, la “Escuela Vaticana” asume no cualquier humanismo, sino un humanismo abierto a la trascendencia. Es desde allí que ha hecho a lo largo del tiempo un discernimiento evangélico de las ideologías, tomando distancia del socialismo, el liberalismo, los autoritarismos y totalitarismos (de izquierda y derecha), el desarrollismo economicista, los populismos y el neo-liberalismo.    

Por lo visto a partir del sucinto recorrido que he realizado desde León XIII (quien superó exitosamente las antinomias intraeclesiales entre integristas y liberales) y demás Pontífices, las críticas mencionadas no tienen asidero, puesto que los católicos, desde el Evangelio de la creación y la teología del trabajo, asumimos que el ser humano es co-creador con Dios creador, al tiempo que afirmamos que los bienes creados y desarrollados son para todos y todas, según la justicia social, “principio rector de la economía” que debe ser restaurado (Quadragesimo ano 88), junto con los principios de dignidad humana, solidaridad, participación y destino universal de los bienes creados y desarrollados (Cf. Compendio de Doctrina Social de la Iglesia).  

En un contexto de cambio de época, la Iglesia encuentra en el Magisterio Social Pontificio una forma alternativa de creatividad y de distribución solidaria para vencer la desolación violenta de nuestro mundo desde la esperanza, especialmente de los más pobres, organizados comunitariamente. A casi 135 años del nacimiento de la DSI, León XIV parece querer decirnos hoy, desde su propia impronta, que la dimensión social de la evangelización no es optativa sino más bien constitutiva de la instauración del Reino de Justicia y Paz que que Jesucristo Salvador trae para “¡todos, todos, todos!”. Pienso que el Santo Padre estará de acuerdo con estas palabras de Erik Peterson (1935): “Que nos ayude San Agustín, cuya figura emerge en cada coyuntura espiritual y política del Occidente”.

* Imagen de portada. Fuente: www.lu17.com


[1] Tomo esta denominación del periodista argentino Jorge Fontevecchia (2022), como forma de inscribir a la Doctrina Social de la Iglesia como aporte a la historia de las ideas, por decirlo de algún modo.

[2][2] LE 3.

[3] EG 53.

[4] Cf. EG 53.

[5] Cf. LS 49.

[6] Cf. FT 103.

[7] FT 1.

[8] FT 110.

[9] FT 162.

[10] DN 217.

[11] FT 264.

[12] Cf. PP 76; LS 13.

[13] Cf. EG 183.

[14] LE 15.Jesús de Nazaret

Aníbal Torres
Doctor en Ciencia Política y Profesor universitario
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