Genesis del nacionalismo popular: adivinos e inventores

Javier López

“Se nace político como se nace artista, o sea dotado de un complejo de aptitudes e inclinaciones afectivas que constituyen el carácter de tal y que determinan el deber consiguiente de servir a la vocación o fracasar. {…} porque las sociedades humanas necesitan gobierno y el ejercicio de éste exige condiciones especiales, ya que no consiste en la mera aplicación mecánica de recetas determinadas, sino que es un arte, es decir, incluye elementos de adivinación e invención…” …

Ernesto Palacio. Catilina.

El final de la primera guerra mundial presupuso para algunos pensadores, tanto nacionales, como extranjeros, una crisis de los valores de occidente (Spengler), y una oportunidad para construir nuevas formas de liderazgo político.

El historiador británico Eric Hobsbawm que realizó un paralelismo entre el ciclo de las dos guerras mundiales (1914-45) y la guerra de los treinta años (1618-48), tanto en lo que respecta a su importancia, como en lo que refiere a su duración, expreso en su “Historia del siglo XX”, que la denominada  en aquellos años, “Gran Guerra”, supuso el final de la una larga centuria decimonónica, caracterizada por los efectos de las revoluciones atlánticas: revolución industrial, independencia de los Estados Unidos y revolución francesa. La democracia liberal, la noción de progreso indefinido, el librecambismo, valores considerados sacrosantos, comenzaron a ser cuestionados por numerosos intelectuales, vinculados, tanto a las diversas manifestaciones izquierdistas, como al nacionalismo; Lenin, Trotsky, Gentile, Ramiro de Maeztu.

En la Argentina de mediados del da la década de 1910, gobernaba la Unión Cívica Radical, como producto de la ley Sáenz Peña (1912), que estableciera el sufragio obligatorio, secreto y “universal “(masculino). La irrupción del radicalismo amplio las bases de sustentación del sistema político, incorporo a los sectores medios a la toma de decisiones en el ámbito público y confirmo la popularidad de su líder: Hipólito Yrigoyen.

Los gobiernos radicales (1916-30) no modificaron el modelo económico agroexportador, que reducía a nuestro país al rol de exportador de alimentos y materias primas dentro de la división internacional del trabajo, brindándole estatus de colonia prospera. En 1930, una revolución derroco a Yrigoyen. La dirigió un antiguo militante de la Unión Cívica, devenido en defensor de un modelo corporativo, amparado en el ejército en lugar del pueblo: José Félix Uriburu. La secundo un conjunto de oficiales liberales o radicales antipersonalistas (anti-yrigoyenistas), encolumnados detrás del viejo líder de la “Logia San Martin”; Agustín Justo.

El nacionalismo vernáculo, variopinto en su constitución, que incluía a los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, Ernesto Palacio, Roberto de Laferrere; pero también a Diego Luis Molinari (heredero ortodoxo de Yrigoyen y heterodoxo del socialista Manuel Ugarte) y Ramón Doll, se manifestaba crítico del rol geopolítico asignado a la Argentina, que consideraban una semi colonia o colonia informal de Inglaterra, es decir una nación, que al decir del politólogo Marcelo Gullo, no había acumulado el poder económico- político necesario para cruzar el umbral de poder, que le permitiera pasar de objeto a sujeto de la historia.

La recuperación del legado hispánico, en buena medida, era un intento de consolidar un bloque de poder iberoamericano, que permitiera revertir la fragmentación territorial de América Latina.

El fracaso del proyecto de Uriburu (1930-32), puso sobre el tapete la imposibilidad de construir un proyecto nacionalista que impugnara la participación popular. Viejos yrigoyenistas e integrantes de la “juventud dorada”, que acompañara a Uriburu, se encontraron unidos en su critica a una democracia fraudulenta y formal (1932-43), que en buena medida constituía un retroceso a los tiempos precios a la Ley Sáenz Peña”, pero ante la disyuntiva que implica la valoración de la experiencia yrigoyenista, detestada o glorificada, según la matriz militante de cada uno de ellos.

El paralelismo entre este proceso y la república romana en su fase decadente fue claro para la pluma de Ernesto Palacio, desilusionado por Uriburu, bregó por una revolución que uniera al sector nacionalista de la oficialidad (los veteranos de Sila) con las intelectuales (la juventud romana que siguiera a Catilina) y el pueblo.

Diego Luis Molinari, que, tras romper con la UCR, le dio vida al Partido Radical Gorro Frigio, al redactar un programa de gobierno para la gestión  del General Juan Bautista Molina (revoluciones fallidas de 1936 y 1941), dejaría una hoja de ruta, que otros recogerían a posteriori. La revolución de 1943, si bien organizada por oficiales del ejército, sin aparente participación civil, pero cuya herencia marco la vida política nacional hasta nuestros días, pariendo al justicialismo, comenzó a gestarse mucho antes por mentes como las citadas. 

* Imagen de portada. Fuente: www.cedinpe.unsam.edu.ar

Javier López
Profesor de enseñanza media y superior en Historia (UBA). Especialista en Pensamiento nacional y latinoamericano (UNLa).
Ver más publiciones
Scroll al inicio