La sangre que se hizo tinta. Análisis de la Guerra del Chaco a través de Sangre de Mestizos de Augusto Céspedes.

Candela Martínez

La guerra del Chaco sucedida entre los años 1932 y 1935 fue algo más que el intento de Bolivia de recuperar su soberanía fluvial a través del río Pilcomayo. Desde tiempos inmemoriales el Chaco Boreal fue un territorio disputado no sólo por Bolivia, sino también por el Paraguay.

Los pueblos paraguayo y boliviano solo fueron actores secundarios de una guerra que no era por el territorio, el honor o la soberanía. Los intereses que estaban en juego nada tenían que ver con la dignidad de los pueblos, sino más bien con la codicia de los grandes trust petroleros.

Una guerra de tres años de duración era impensable aún para los países más ricos de la región, por lo tanto, ni Bolivia, ni Paraguay estaban preparados armamentísticamente ni económicamente para sobrellevar tamaña empresa. Sin embargo, la guerra se llevó a cabo y durante todo ese tiempo armas y dinero nunca faltaron. En definitiva “Bolivia y Paraguay se enfrentaron en una lucha estúpida en defensa de intereses ajenos a los de sus respectivos pueblos cuando el pretexto de la defensa del Chaco fue usado para ilusionar la opinión pública y servir a la lucha por el petróleo trabada entre la Royal Dutch Shell y la Standar Oil of New Jersey” (Chiavenato, 2005, pág. 15)

En definitiva, la guerra del Chaco fue la excusa perfecta para que el imperialismo externo e interno pudiera rapiñar un petróleo que no le pertenecía, pero que necesitaba. Casi tres años después de iniciado el conflicto, ambos países firmaban la paz en Buenos Aires. Sin embargo “Paraguay y Bolivia perdieron la guerra y el gran vencedor fue la Standar Oil, que consiguió consolidar su explotación de petróleo boliviano e imponer al Paraguay un contrato mediante el cual se deja el Chaco en manos de la empresa petrolera hasta el siguiente siglo…(…) Oficialmente murieron 40 mil paraguayos y 50 mil bolivianos(…) En el entrevero de estos dos leones (la Standar y la Shell), paraguayos y bolivianos procuran quedar con las migajas, buscando asegurar a su favor la ilusión de un trozo de territorio mayor en la división del Chaco Boreal” (Chiavenato, 2005, págs. 209-210)

La guerra la hace el imperialismo, a través de métodos sutiles e hilos invisibles. La sangre la ponen los pueblos, las consecuencias las pagan los estados que se enfrentaron en una guerra que nunca fue de ellos.

La pluma de Augusto Céspedes quién “partió al frente como corresponsal de guerra de “Universal” (…) formando parte de una delegación de prensa invitada por el gobierno boliviano para registrar sus rápidas y definitivas victorias” (Piñeiro Iñíguez, 2006, pág. 270) nos sirve para analizar ,a través de relatos ficcionales en su Sangre de Mestizos, todo lo que sucedió en la guerra del Chaco, no sólo en el frente, sino también todo lo que se escondía detrás de ella.

En este artículo haremos un análisis de su obra para dar cuenta de todo ello.

Sangre y tinta tiñen el Chaco.

Los indios desterrados de los Andes,

caídos debajo de tus árboles

en un otoño de uniformes,

con sangre lo regaron (Céspedes, 2004, pág. 15)

Sangre de mestizos, publicado en 1936 al culminar la guerra, nos presenta una serie de relatos que denuncian las condiciones en las que estaba el ejército boliviano y  las situaciones que tuvieron que atravesar durante esos tres años de guerra en el “infierno verde”, como lo clasificó Céspedes ya que “pese a que su terreno era salpicado de pantanos y de espesa vegetación de matorrales y árboles como espinos, lo más difícil de obtener era el agua, ya que no lo cruzaban ríos, y había que cavar pozos para encontrar fuentes subterráneas” (Céspedes, 2004, pág. 6)

El agua fue un factor determinante en la guerra e indispensable para los soldados que quisieran sobrevivir al Chaco. En alguno de sus relatos, Céspedes da cuenta de esta situación desesperante para el ejército boliviano.

En su primer cuento “El pozo” nos relata la odisea de una guarnición boliviana en la desesperada búsqueda de agua en un viejo pozo abandonado.  Es el diario del suboficial Miguel Navajas que comienza en enero de 1933 de la siguiente manera: “no hay una gota de agua, lo que no impida que vivan aquí los hombres en guerra. Vivimos raquíticos, miserables, prematuramente envejecidos los árboles, con más ramas que hojas, y los hombres, con más sed que odio (…) el monte es muy espinoso, laberíntico y pálido. No hay agua” (Céspedes, 2004, pág. 20)

Los días se siguen sucediendo hasta que les llega la noticia que la división debe ser llevada más adelante, la primera pregunta que surge de sus soldados es si va a haber agua más adelante. La respuesta, como es de esperar, es “menos que aquí”. Los bolivianos tienen la desventaja ya que los paraguayos, al conocer mejor el monte, siempre encuentran agua.

El relato continúa siempre en la problemática del agua, días después se puede leer en el diario lo siguiente: “llegó el aguatero esta mañana y alrededor de turril se formó un tumulto de manos, jarros y cantimploras, que chocaban violentos y airados. Hubo una pelea que reclamó mi intervención” (Céspedes, 2004, pág. 24). Los soldados comienzan a insolarse debido a la usencia de agua y al calor del verano chaqueño. Razón por la cual se decide explorar un pozo abierto hace muchísimos años, abandonado a poca profundidad. A partir de allí comienza la odisea de cavar un poco más, siempre cavar un poco más.

Pasan los días, pasan los metros cavados… 12 metros, nada. A los 18 metros la esperanza resurge con el barro húmedo bajo los pies, pero de se desvanece entre los dedos. Nuevamente el polvo seco que llena los pulmones “El aliento de la tierra aprieta los pulmones allá adentro” (Céspedes, 2004, pág. 26). Treinta metros, cuarenta… ni un rastro de agua. El esfuerzo sobrehumano, la sed que no mata, pero hace agonizar, el suplicio, el polvo, la asfixia. Pasados los 40 metros, las alucinaciones, la enfermedad, el miedo de bajar al pozo. La muerte lenta en el Chaco.

En las páginas de septiembre de 1933 se puede leer la desesperación del suboficial: “¿Acabará esto algún día?… Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio fatal, un propósito inescrutable (…) Aquí arriba el pozo ha tomado la fisionomía de algo inevitable, eterno y poderoso como la guerra (…) Siempre nada, igual que la guerra…¡esta nada no se acabará jamás!” (Céspedes, 2004, pág. 32). El pozo se convirtió en el centro de gravedad de los soldados, al punto máximo terminar siendo defendido del ataque de los paraguayos como si realmente fuera un recurso valioso que no podía caer en manos enemigas.

Al final del relato, el pozo se convierte en la tumba de los que murieron defendiéndolo. Un total de trece cadáveres descansan en sus profundidades.

Este no es el único relato que cuenta la desesperación por el agua, en “El milagro” se puede leer: “Estábamos en diciembre y el calor de la piel era un beso de 42 grados de fiebre (…) La sed, con su incandescencia amarga nos descascaraba los labios y nos hinchaba las lenguas. Ya ninguno sudaba. Se apoderó de mis fauces un demonio que me lamía la garganta, y sentía mi sangre como resina. Mi boca me parecía extraña, como una caja de cartón recubierta de pintura seca, algo insólito y desagradable. El acto de la deglución se me repetía mecánicamente, produciéndome a cada instante un golpe doloroso en la garganta (…) Se nos ocurrió que podía beber orines e hicimos acopio de ellos en una cantimplora con la contribución de los más próximos” (Céspedes, 2004, pág. 106).

No solo el agua escaseaba en el Chaco, las largas distancias entre un puesto y otro hacían que la comida también faltara, pero esto no parecía ser un problema para el indio que solo había conocido el maíz pisado en su viejo colonato. Es por ese motivo que a lo largo de los relatos de Céspedes se puede leer la caracterización de repete para referirse a los soldados bolivianos, en su mayoría quechuas y aymaras.

En el relato “Seis muertos en campaña” se puede leer lo siguiente: “Regresé por la picada y un poco más allá encontré al camión del rancho. Dos soldados de mi sección. Cliura y Huaicho, un indiecito de Inquisivi, habían venido a recogerlo en la acostumbrada lata de gasolina. La llenaron de una lahua espesa (…) En ese momento sentí silbidos más próximos y me incliné más, cuando vi caer a Huaico, de bruces (…) no se movía. Le brotaba sangre del cuello, debajo del rancho, formando una mescolanza. La bala debió romperle una arteria (…) quedaban restos de comida en la lata, pero naturalmente, el rancho no alcanzó para toda la sección” (Céspedes, 2004, pág. 84).

La clasificación de repete también indica el reflejo del microcosmos social que se seguía representando aún en tiempos de guerra, ya que era utilizado dentro del mismo ejército de manera despectiva por aquellos “blancos” que estaban al mando del mismo. 

Su origen tiene que ver con el sonido que hacían los cocineros con los cucharones en el borde de las calderas para informar que podían repetir lahua, una suerte de sopa espesa, generalmente de maíz y agua. Y, como los indios comían mejor en la guerra que en sus casas[1], gritaban ¡yo repete, yo repete! en ese español ronco y característico de la indiada. “Los repetes (…) eran la expresión de un pueblo hambriento, y eran la gran masa del ejército. Un pueblo hambreado sólo lucha para matar su propia hambre. Como la guerra del Chaco se hacía para saciar el apetito de la Standar Oil, los repetes no podrían ser buenos soldados, por más que miles de ellos murieran heroicamente aunque en vano” (Chiavenato, 2005, pág. 162)

Con respecto a las diferencias sociales que se dan en la guerra Céspedes, en su relato “Las ratas” hace el análisis de ciertos privilegios de clase, contactos y servicio al Superestado podían influir al momento de ir a la guerra… o no.

En este cuento, se relata el reclutamiento forzoso del “Niqui”, un paceño cuyo cuerpo parece estar apto para la guerra, pero sus “papeles” parecen negarlo con una llamativa “taquicardia categoría C”, pero no es una dolencia cardiológica lo que realmente aleja al “Niqui” de la guerra, sino sus contactos y negocios. “Aquella tarde se le hizo, pues, perceptible de manera ruda la existencia del Estado imperativo y le despertó a una ingrata realidad: que sus negocios, prósperos a causa de la guerra, hallaban de pronto un tropiezo insólito en la guerra misma. Todo lo había previsto, menos que él, Nicanor Lanza Fricke, trompeador experto y malero de reputación en los prostíbulos de Chijini, ya jubilado de esas actividades, tuviese algún compromiso para ir a la campaña” (Céspedes, 2004, pág. 133)

Entre sus negocios con el estado podemos mencionar calzoncillos, botones, puentes, aeroplanos que hicieron de “Niqui” un gran amigo de los administradores del estado. Sin embargo, es el mismo estado el que decide, para callar a los cholos brutos que exigían el sacrificio de todos en la guerra, enviarlo a combatir al Chaco. Pero no va a ser en el frente de batalla donde Niqui va a accionar, sino en la frontera para seguir negociando. Ya no con aeroplanos, sino con harina y con ayuda del argentino Laurenzana. En el relato vemos como el ministro de Harinas le hace la propuesta a “Niqui”: “Vaya usted al Chaco. Yo le daré un nombramiento para Yacuiba. El Ministro de Guerra le dará una asimilación de Teniente o lo que sea. Allá se encuentra con Laurenzana, atiende los asuntos, recorre la zona del Pilcomayo, sigue trabajando en la sociedad al mismo tiempo que sirve para a la patria y acalla usted a todos esos traidores” (Céspedes, 2004, pág. 138).

El desarrollo del relato nos muestra que, a pesar de su estado físico imponente, no podría haber sobrevivido a todos los tormentos del Chaco, ya que ni siquiera fue capaz de soportar las ratas en las comodidades de su campamento.

La enfermedad y la locura también están presente en Sangre de Mestizos. En “Seis muertos en campaña” su protagonista es el Sargento Cruz Vargas y sus notas escritas en el hospital de Asunción al que había caído en calidad de prisionero de guerra. “Era hombre de 25 años, aunque aparentaba 40. Había cursado el bachillerato en Cochabamba” (Céspedes, 2004, pág. 82)

El Sargento escribe en papeles sueltos y con lápiz los pesares que le dejó la guerra para por poder describir el inferno y por fin morir[2] . Dice que es un fardo de enfermedades, que hierve por dentro, que suda desde hace dos años en las mismas frazadas, que la tos le araña los pulmones y que sus pulmones son dos pedazos de hielo. La avitaminosis, que azotó a la mayoría de los combatientes del Chaco, también está presente en el cuerpo del Sargento.

La locura está presente en diversos fragmentos de este relato: “Aquella granada de 105 que estalló a cinco metros de mí en el Siete, me dejó para siempre los sesos cubiertos de tierra (…) Mi cabeza es una caja llena de tierra árida, de arena sacudida. Es como el Chaco. (…) Dentro de mí hay otro hombre que divaga, que me lleva lejos, no sólo en pensamiento, sino en persona. Ahora, por ejemplo, me viene el Chaco. Esto es, siento estar allá, pero no ahora, sino en un instante pasado (…) yo soy una página con grabados a ambos lados. A un lado todo lo que miro ahora: este galpón de hospital, este papel, este lecho, aquel soldado que se abanica al frente. De repente “alguien” vuelca la página y yo soy el Chaco; ya no estoy aquí, o más bien este ambiente desaparece y viene el otro y me satura. Revivo la actualidad de paisajes pretéritos. Vivo en dos espacios” (Céspedes, 2004, págs. 85-89).

Otro elemento presente en este relato de Céspedes es la presentación de la figura del izquierdista. Esta imagen era una representación más del terror que sufrían los indios, sometidos en tiempos de paz por sus patrones que los obligaban a labrar la tierra con sus propias manos y herramientas rudimentarias y ahora en tiempo de guerra por la minoría blanca al frente de sus filas que seguía perpetuando la humillación establecida socialmente, al momento de entrar en combate con armas que apenas conocían, en un terreno completamente hostil y diferente a su altiplano natal.

Motivados por ese miedo decidían herirse con sus propias armas, generalmente en la mano izquierda para poder acceder al (más que precario) servicio médico del ejército boliviano y así poder escapar al combate.

Esta actitud era severamente castigada por los altos mandos: “El indio que tenía que hacer de centinela pretextó estar enfermo: -Cabeza doile, mi sargentu (…) Una hora después (…) vi que por el sendero venía arrastrándose el indio (…) tenía la mano izquierda desecha de un balazo. Se le veía el desgajamiento de los tendones chorreando sangre y grasa (…)  -Una pila ha venido- respondió el repete (…) –Pila ha siro, mi sargentu- se lamentaba el repete (…) Le enviamos al puesto sanitario. Allá se comprobó que era un “izquierdista”. Los soldados proveedores del rancho nos avisaron que se habían hallado quemaduras de pólvora en los bordes de la herida (…) –Tiene la angustia de guerra- dijo el sanitario. No se da cuenta de nada. – De lo que se trata es de dar ejemplo a la tropa. Y es preferible que se haga con un tipo casi acabado y no con un hombre (…) – Es la guerra querido. En el estado en que está, es para lo único que puede servir ese indio. Ni para eso, porque daba asco matarlo (…) Se notaba que casi nadie sabía el procedimiento para fusilar. El indio escupió la coca que mascaba, para beber, ayudado por el sanitario. Luego, tanteó con su mano un bolsillo, sacó una porción de hojas y las volvió a mascar (…) Creo que seguía mascando cuando la descarga le hizo levantar levemente los pies (…) Sobre el pajonal quedó estremeciéndose como apasanca pisoteada” (Céspedes, 2004, págs. 87-88)

En su último cuento titulado “Opiniones de dos descabezados” Céspedes aborda la problemática de los verdaderos responsables de la guerra. Este relato es un diálogo entre un vivo y un muerto, que sediento de venganza busca a su asesino para atormentarlo, dado que lo considera como el único responsable de su muerte, pero la verdad es mucho más impactante, incluso para el muerto.

El vivo trata de hacerle comprender al muerto que los responsables de su muerte no son ni el soldado que lo acribilló, ni quien dio la orden, sino que detrás del Chaco mandan más de una potencia, y no son justamente Paraguay o Bolivia. Le explica que la guerra es una simple carnicería donde los soldados de ambos países solo son la carne de cañón para beneficiar a uno u otro trust petrolero. Que incluso tiene que vengarse de también de los porteños Justo y Saavedra Lamas, quienes también intervienen en la guerra.

Luego procede a explicarle las cuestiones relacionadas con la Standar y la Shell: “YO. – La Standar, gracias a la estupidez de los políticos bolivianos no se siente ligada a la guerra, ni a la suerte de Bolivia, sino a las consecuencias que le convengan. La Standar, negro dios petrolífero, verá impasible morir a los indios bolivianos al pie de sus torres de acero, entretanto el gobierno boliviano- que ante el mundo parece su socio- no sólo no recibe ayuda pecuniaria, sino que debe comprar su gasolina de la Argentina, el Perú y los Estados Unidos para defender esos pozos ¿Qué le parece?

EL. – Increíble. Esto no debe saberlo el doctor Salamanca.

YO. – Lo sabe, pero no le importa. (…)

YO. –  La Standar se ríe de Bolivia, no aventura nada y espera el resultado de la guerra para negociar con el vencedor. (…)

YO. – Momificado amigo: la Royal Dutch Shell es un tipo de máquina novísima que maneja las guerras a distancia, con ondas hertzerianaas, especulando con la sangre de los pueblos y las cabezas de infelices como usted. Es una sociedad anónima, impersonal y, por consiguiente, impermeable a pesadillas. Ella forma parte de este trust organizado por la plutocracia anglo-argentina que, después de comerse el Paraguay, se confabula para comerse a Bolivia, cadáveres y todo (…) Es responsable, joven esqueleto, toda una organización diplomática burguesa que bebe sangre en copas de champan y toda una organización imperialista que en América hace subir y bajar bonos conforme a su stock de cadáveres” (Céspedes, 2004, págs. 167-169)

El relato termina con un soldado vivo pidiéndole a un muerto que deje en paz a su victimario. Porque en definitiva todos, los vivos y los muertos, los soldados en combate, son víctimas de fuerzas mucho mayores.

Al fin y al cabo, la sangre derramada en el Chaco solo fue útil para firmar con ella el tratado de paz que en ningún aspecto beneficio a los pueblos, ni al vencedor, ni al vencido. Sino que sirvió para que los vampiros de sangre negra sigan succionando el petróleo de Latinoamérica.


[1] “El repete que se ve por primera vez en su vida ante la oportunidad de comer realmente, aún cuando la calidad de la comida sea pésima, va a sufrir graves disturbios estomacales e intestinales debido como consecuencia de su glotonería” (Chiavenato, 2005, pág. 165)

[2] “Yo sé que los hombres nacemos con un destino de palabras, y mientras no las hayamos vaciado, no podremos morir, porque aún no habremos vivido. Nuestro mundo existe sólo durante un millonésimo de segundo para dar lugar al nuevo hecho, pero los renglones lo pueden enjaular, y entonces el hecho –dolor, sombra o muerte- ya es nuestro, ya es permanente y manso. ¿Para qué hubiera ocurrido, señor, todo aquello, sino fuese para escribirlo? Escribirlo, aunque sea nada más para que lo lea Dios. Que sepa este señor el sufrimiento inédito que no vio nadie en la selva desierta y abone en nuestra cuenta el anticipo del infierno que vivimos. Lo que se hizo y no se dijo, no ha existido” (Céspedes, 2004, pág. 85)

* Imagen de portada. Fuente: pcr.org.ar

Bibliografía

Céspedes, A. (2004). Sangre de mestizos. Montevideo: Uruguay.
Chiavenato, J. J. (2005). La guerra del Petróleo. Buenos Aires: Punto de encuentro.

Candela Martínez
Profesora de Filosofía (I.S.F.D. N° 41). Estudiante de la Especialización en Pensamiento Nacional y Latinoamericano de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa). Docente a nivel secundario y terciario.
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