“Hay optimistas que se niegan a admitir la posibilidad de un choque de intereses entre la América anglosajona y la latina. Según ellos, las repúblicas sudamericanas no tienen nada que temer y a pesar de lo ocurrido en Cuba, persisten en afirmar que los Estados Unidos son la mejor garantía de nuestra independencia” (Ugarte, 1987: 65).
Estas palabras son del gran pensador Manuel Ugarte en 1901, argentino de origen, e hispanoamericano de espíritu, a instancias de la guerra hispano-estadounidense, donde Cuba obtuvo su “independencia” de España, tutelada por los Estados Unidos, con el correspondiente injerencismo hasta mediados del siglo XX.
Ugarte, preveía y advertía sobre el riesgo que constituía el avance de la Doctrina Monroe hacia sudamérica, la cual ya era una realidad sobre América Central. Pero, ¿qué ocurría en el cono sur?
Durante la segunda mitad del siglo XIX, mientras concluían los conflictos internos en Sudamérica, tiene lugar lo que algunos historiadores y politólogos denominan “la conformación del Estado-nacional” (Oszlak, Ansaldi, entre otros), que no es otra cosa que el triunfo de una clase oligárquica instigada por el afán de librecomercio y el acceso a tierras productivas para la exportación, en desmedro de la cultura y la manufactura local, sustentado en la Constitución de 1853 y el andamiaje legal posterior. Allí se termina por fundir en una sola la clase dirigente, que Jorge Abelardo Ramos identifica entre patriciado y oligarquía (2006: 144). Uno de los hitos que demuestran el triunfo por sobre el resto de las identificaciones políticas federales y populares, es la guerra contra el Paraguay, fuertemente resistida por levantamientos que fueron sofocados en distintas provincias del país, así como en la República Oriental (véase: Godoy, Juan, 2021).
De esa manera el Estado argentino profundizó la inserción en el mercado capitalista internacional, principalmente como proveedor de materias primas a las potencias industriales de occidente, entre las cuales se destacó el Reino Unido. Desde entonces y hasta mediados del siglo XX la política exterior argentina ha mantenido un vínculo privilegiado con aquel país, caracterizado por algunos autores como el período de “relaciones especiales”, siguiendo un código de conducta en política exterior que Francisco Corigliano (2013) lo denomina como código alberdiano, mediante el cual se realiza un balanceo de poder frente a los intereses de las grandes potencias. Este código de conducta es descripto por Alberdi en sus propias obras, donde establece que “nuestra política exterior debe ser económica y comercial por excelencia. Debe buscar en Europa no sus aliados políticos, sino tratados de comercio y navegación” (Alberdi, 1998: 13-14).
Así, el mencionado código de conducta en las relaciones exteriores de Argentina tenía como propósito establecer relaciones comerciales y culturales con las potencias occidentales, sin involucrarse en la esfera estratégica-militar. Este sistema de creencias primaba en buena parte de la dirigencia de nuestro país, sustentado en lo que Joseph Tulchin (1990) denominó la “visión del túnel”, mediante la cual la oligarquía argentina consideraba necesario para el desarrollo económico del país mantenerse ajeno a los conflictos políticos de las potencias, al tiempo de sostener un vínculo comercial privilegiado con Gran Bretaña, potencia capaz de importar los productos primarios argentinos y proveer al país de créditos y bienes industriales.
Sin embargo, dicha creencia no era compartida por la totalidad de la dirigencia política. Hubo quienes sostuvieron la necesidad de acercar vínculos políticos-militares con distintas potencias, como es el caso del ministro Roque Sáenz Peña y también Luis María Drago, mientras que Estanislao Zeballos incluso propuso la idea de desarrollar la compra de armamentos para reforzar el posicionamiento de cara al exterior, quizás una de las primeras nociones de Defensa Nacional, en épocas cercanas a la Primera Guerra Mundial.
Lo que sí se evidencia en ambas tendencias, es un recelo a la posición de los Estados Unidos en la región y su afán de expandir su hegemonía al cono sur, especialmente a través de sus relaciones con Brasil. Esta situación de desconfianza no solamente se vislumbró a partir de factores externos como la Doctrina Monroe e iniciativas de Unión Panamericana, sino también a partir de factores internos como la defensa de la soberanía de las Islas Malvinas, con el antecedente del ataque de los buques norteamericanos de 1831 y las disputas diplomáticas derivadas de esa situación que describe en detalle Joseph Tulchin en su obra “La Argentina y los Estados Unidos. Historia de una desconfianza”.
Un caso conocido en el Caribe: la injerencia en la República de Cuba hasta 1959, frente al posicionamiento hispanoamericano en política exterior
Terminada la dominación española, Cuba logró su independencia, pero quedó bajo la tutela de los Estados Unidos, quienes mantuvieron su posición de dominio sobre la isla a partir de la inclusión de la Enmienda Platt como anexo de la constitución cubana. Por medio de esta disposición aprobada en 1901, Estados Unidos se garantizaba el derecho a intervenir de manera directa en la política interna de Cuba. Entre otras cuestiones, esta disposición establece:
“Que el Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún Poder o Poderes extranjeros ningún Tratado u otro convenio que pueda menoscabar o tienda a menoscabar la independencia de Cuba” y “Que el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual” (Artículos 1° y 3° del texto de la Enmienda Platt aprobada por la Asamblea Constituyente de Cuba).
Teniendo en cuenta esta situación, la dirigencia cubana que asumió el gobierno del país en 1902 y la política exterior del país quedaron bajo dominio estadounidense, durante toda la etapa de vigencia de la enmienda hasta comienzos de la década de 1930. Esta etapa ha sido denominada por Gary Prevost como la “diplomacia de las cañoneras” por la cual Cuba se convirtió en “símbolo de la política de los EE.UU. para toda la región de América Central y el Caribe” (Prevost, 2011: 135). Pero, a pesar de la exclusividad de llevar una política externa atada a los dictámenes de Washington, Prevost destaca que ese sistema de creencias basado en el mantenimiento de la independencia tutelada fue puesto en discusión por otros grupos que, como era de esperarse, vieron en Estados Unidos la principal amenaza a la larga lucha por la soberanía de Cuba. En palabras de este autor “la humillación que les hicieron los EE.UU. a Cuba cuando le arrebataron la victoria sobre España conduce a una visión de desconfianza elemental hacia las intenciones de los EE.UU. y al objetivo esencial de Cuba de mantener su soberanía nacional a cualquier precio” (Prevost, 2011: 135). Esta desconfianza hacia los Estados Unidos fue cultivada especialmente por diferentes grupos de universitarios cubanos durante las décadas de 1920 y 1930, algunos de los cuales formarán parte del gobierno revolucionario desde 1959.
Por entonces la relación de Cuba con otras potencias europeas fue marginal. Sí existió un vínculo permanente con España, de quienes se han emancipado, al tener en Cuba una importante comunidad de ciudadanos de origen español ligados principalmente a las actividades comerciales. De allí también se desprende que en el imaginario de la política exterior cubana durante aquellos años se le ha dado prioridad al sostenimiento de relaciones con aquellos países que representaban los intereses del capital mayoritario en el país, muy por encima de mantener una política exterior activa en la región, excepto con México. El ejemplo más claro de esa situación lo evidencia Felicitas López Portillo, al afirmar que “En los años treinta Cuba mantenía sólo tres embajadas: en España, Estados Unidos y México” (2008: 12). A su vez, la misma autora cita al jefe de la cancillería mexicana, Eduardo Espinosa y Prieto, quien se ha quejado de la situación de sometimiento económico y político de Cuba durante la década de los ’30, indicando que “la cancillería (cubana) fuera de la extenuante y angustiosa gestión que tiene que hacer para conservar su mercado azucarero vital, en lo cual concentra todas sus energías diplomáticas, no desarrolla otra tarea importante” (López Portillo, 2008: 12).
Durante aquellos años, el vínculo en la política exterior de los países sudamericanos con Cuba, no ha sido destacable. A pesar de ello, es importante mencionar que la injerencia norteamericana sobre la lucha independentista cubana entre 1895-1898 y la afirmación de la hegemonía estadounidense en el Caribe sí generó un impacto en la opinión de miembros intelectuales y diplomáticos argentinos que reaccionaron profundo rechazo. Joseph Tulchin ilustra esta situación al afirmar que esa injerencia “provocó fuertes críticas por parte de muchos argentinos y una inequívoca insistencia en que las naciones de América del Sur se diferenciaban claramente de aquellas de la cuenca del Caribe” (1990: 81-82). Los escritos de Manuel Ugarte son un gran ejemplo de ello.
Comparativamente, Argentina y Cuba han transitado experiencias distintas en relación a los conflictos mundiales de la primera mitad de siglo XX. Mientras el país sudamericano mantuvo, no sin inconvenientes, una política de neutralidad en la Primera y Segunda Guerra Mundial sostenida en el código alberdiano tal como indica Francisco Corigliano (2009), Cuba adhirió a la Unión Americana, mantuvo un rol activo en las dos guerras mundiales apoyando al bando aliado y posteriormente desempeñó un rol activo en la formación de las Naciones Unidas, de la cual formó parte del Consejo de Seguridad y en la OEA.
Por último, merece destacarse la actitud compartida con otros pueblos hispanoamericanos, con cierto margen de autonomía respecto de los Estados Unidos en la política exterior cubana, especialmente durante las presidencias constitucionales de Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás, entre 1944 y 1952, hasta el golpe de Estado encabezado por Fulgencio Batista. Como indica López Portillo (2008), durante esos años Cuba sostuvo el principio de no intervención sobre las soberanías de los pueblos centroamericanos, en una actitud de apoyo indirecto tanto a los independentistas portorriqueños, como a la revolución de Guatemala encabezada, entre otros, por Jacobo Árbenz, quien luego fuera destituido por intervención militar norteamericana en 1954. Esta política de no intervención fue compartida por la política exterior argentina encabezada por el Ministro de Guerra Juan Domingo Perón, durante el gobierno de Edelmiro Farrell, así como propiamente en los dos gobiernos peronistas entre 1946-1955.
Una actitud que también puede mostrar similitudes con la política exterior llevada a cabo por Argentina, fue la actitud cubana frente a la guerra civil española. Al igual que el país sudamericano, el territorio cubano estaba habitado por una nutrida comunidad de origen español, lo cual fue motivo de toma de posición por parte de la opinión pública y polémicas a nivel social. A su vez, ciudadanos de origen cubano han nutrido las tropas de las Brigadas Internacionales, al tiempo que el país se convirtió en receptor de exiliados políticos republicanos, tal como sucedió en Argentina. Frente a este conflicto, la política exterior cubana mantuvo su neutralidad, que incluyó la labor humanitaria por parte del cuerpo diplomático en la península ibérica, tal como indica Moral Roncal (2003), sin verse involucrado en el apoyo oficial al bando sublevado ni al bando republicano. Sí, de manera análoga al caso argentino, una vez concluido el conflicto y asentado en el poder español Francisco Franco, la política exterior cubana reconoció su gobierno, principalmente sustentado en la necesidad de continuar los lazos comerciales que unían a ambos países.
Reacciones frente al avance de la política exterior norteamericana en América del Sur, durante la primera mitad del siglo XX
En relación a países sudamericanos como Brasil y Chile, Argentina ha tenido una fuerte actividad diplomática. Durante los años de las relaciones especiales con Gran Bretaña se puede advertir, por un lado, que Argentina ha tenido una serie de disputas vinculadas con la competencia hegemónica de la región dentro del “enfoque realista” de la política exterior (Corigliano, 2013: 54). Estas disputas derivan con Brasil especialmente por sus vínculos estratégicos con Estados Unidos, y con Chile a partir de las disputas limítrofes y la extensión de sus fronteras. Uno de los impulsores de esta visión conflictiva fue Estanislao Zeballos, quien se opuso a los Pactos de Mayo con Chile (Ramos, 2006: 263 y Scenna, 1975: 293), al tiempo que sugirió la necesidad de establecer acuerdos estratégicos con potencias extranjeras como medio principal para garantizar la estabilidad regional.
Por otro lado, han existido acercamientos vinculados con la complementariedad económica y la necesidad de establecer una serie de alianzas estratégicas con el fin de frenar el avance hegemónico de los Estados Unidos sobre la región, así como neutralizar las pretensiones territoriales de los vecinos limítrofes. Uno de los principales impulsores de esta postura fue Julio Argentino Roca durante sus dos mandatos, mediante acciones tendientes a mantener un “balance de poder” (Corigliano, 2013 y Moniz Bandeira 2004), con acciones entre las cuales estuvieron mantener la neutralidad en la Guerra del Pacífico, dirimir las disputas limítrofes con ambos países mediante arbitraje internacional, realizar los Pactos de Mayo con Chile reduciendo el potencial bélico, e incluso promover una unión con Brasil y Chile, que años más tarde bajo la presidencia de Victorino de la Plaza se concretaría en el tratado ABC, fomentando la paz y el comercio regional. Esta actitud de compromiso regional frente a las pretensiones norteamericanas sobre el cono sur fue repetida en la década de los ’30 por el ministro Saavedra Lamas impulsando el ABCP (incluyendo a Perú) frente a la Guerra del Chaco y nuevamente propuesta durante el gobierno de Juan Domingo Perón, junto con sus pares Carlos Ibáñez y Getulio Vargas de Chile y Brasil, respectivamente. Además, como afirman Russell y Tokatlian (2003), el acercamiento hacia Brasil podría servir de impedimento ante un eventual alianza chileno-brasileña que sea geopolíticamente perjudicial para Argentina.
La reacción sudamericana en los años ’30 frente al injerencismo norteamericano, tuvo su correlato en el caribe. Cabe destacar el apoyo hacia Cuba, recibido por parte de Argentina, Brasil y Chile quienes, junto con México, han apoyado al país caribeño frente a un nuevo intento de intervención norteamericana con motivo de la revolución de 1933 que depuso a Gerardo Machado del poder, e instauró una serie de gobiernos que tuvieron al coronel Fulgencio Batista como figura fuerte de autoridad. El fomento a la no intervención norteamericana, promovido por los países del cono sur, tuvo su impulso en la Doctrina Estrada “de no intervención y autodeterminación de los pueblos” (López Portillo, 2008: 21) aplicada por el ministerio de relaciones exteriores mexicano durante la década de los ’30, como también por un cambio en la política exterior estadounidense impulsado por Franklin Roosvelt conocida como la “buena vecindad”, que abrió un frente interno con una parte de las fuerzas armadas de su país, partidarias del “gran garrote” desde comienzos del siglo XX.
Por otro lado, Cuba ha compartido con Brasil una dinámica de cooperación estratégica con los Estados Unidos frente a la Segunda Guerra Mundial. Ambos países han declarado la guerra a los países del Eje y han permitido la utilización de sus territorios como base de operación para las fuerzas armadas norteamericanas, tal como ocurrió en la zona del nordeste brasileño (Lafer, 2002) y en diferentes puntos del territorio cubano donde se instalaron baterías antiaéreas además de la base de Guantánamo (López Portillo, 2008). En sintonía con el alineamiento con los aliados, en 1942 el gobierno cubano apoyó la iniciativa brasilera frente al Vaticano para que el Sumo Pontífice condene públicamente “los fusilamientos de rehenes en los países ocupados por los nazis” (López Portillo, 2008: 104). Respecto a la política exterior relacionada con Chile, es destacable que Cuba haya suscrito con la nación sudamericana su primer tratado comercial en 1937, primer país latinoamericano con el cual celebraron un acuerdo de esta índole (López Portillo, 2008).
El rol de los diplomáticos estadounidenses: eje de la cuestión
Durante las décadas de 1930 y 1940 se produjeron una serie de eventos que pusieron en tensión las pretensiones de hegemonía estadounidense en América Latina, mientras como se ha dicho, los Estados Unidos han modificado su política del “garrote” por una dinámica de “buen vecino” dando a la diplomacia un rol más activo. Una mención importante merece el rol de algunos diplomáticos del país norteamericano que se han desempeñado de manera injerencista sobre Cuba y sobre Argentina, especialmente Cordell Hull (Secretario de Estado), Sumner Welles (subsecretario de Estado y embajador en Cuba) y Spruille Braden (embajador de Cuba entre 1942-1945 e inmediatamente embajador en Argentina durante 1945).
En el caso argentino el modelo de relaciones especiales con Gran Bretaña había entrado en un declive desde la Primera Guerra Mundial en 1914, ocupando Estados Unidos un rol destacado a nivel comercial con el país sudamericano. Sin embargo, en la década de 1930 con la serie de acuerdos entre el vicepresidente Julio Roca (hijo) y Walter Runciman, tuvo lugar un refuerzo de la relación especial, poniendo limitaciones al avance de los capitales norteamericanos en el país sudamericano. Mientras que, por el lado cubano, la revolución de 1933 logró un avance de posiciones más nacionalistas dentro de los resortes del Estado que, si bien no cortarían la influencia norteamericana, al menos buscarían algunas alternativas, como se ha mencionado anteriormente.
Frente a esto, tomó relevancia la tarea del Secretario de Estado estadounidense, Cordell Hull (desempeñando ese cargo entre 1933-1944), quien ha elevado al gobierno de Franklin Roosvelt una serie de informes periódicos sobre la política interna de estos países, a fin de lograr una mayor injerencia. Tal como indica Felicitas López Portillo, en el caso de la revolución del ’33 en Cuba, Hull recomendaba al embajador en cuba, Sumner Welles, que se mantenga neutral frente a la destitución del presidente Machado, al tiempo que el embajador le informaba que “el gobierno de Cuba es un grupo de individuos indisciplinados de tendencias divergentes que representan a los elementos más irresponsables de la ciudad de La Habana, sin respaldo prácticamente fuera de la capital” (López Portillo, 2008: 39). El embajador Spruille Braden también desempeñó una tarea injerencista en Cuba, resaltando esa tarea en sus memorias, donde afirmó “desde su llegada a Cuba, en la primavera de 1942, se dedicó a luchar enérgicamente contra la fuerte presencia comunista en la política de la isla” (López Portillo, 2008: 103).
No es casual que Corden Hull y Spruille Braden hayan sido caracterizados como “los cruzados” defensores de una línea dura en política exterior hacia América Latina, frente a “los pragmáticos” del grupo Rockefeller, tal como lo menciona Corigliano (2009).
En relación a la Argentina ambos tuvieron una activa política en contra de la neutralidad sostenida durante casi toda la Segunda Guerra Mundial, sostenida tanto por gobiernos conservadores, como por los militares del GOU. Sin embargo, actitudes como el bloqueo y embargo hacia Argentina, por demás poco conocida en la opinión pública, o la participación del embajador Braden en la campaña en contra de Juan Perón durante 1945, sumado a las acusaciones de Cordell Hull acerca de que Argentina era un “refugio de nazis”, no hicieron más que entorpecer algunas de las buenas relaciones que se pudieron cultivar durante la gestión de los “pragmáticos” que lograron algunos acuerdos comerciales, incluyendo la posibilidad de venta de armas hacia Argentina que se combinó con la declaración de guerra del país sudamericano hacia las potencias del Eje sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.
Conviene, por último, tener en cuenta que la presión sobre estos países latinoamericanos muchas veces responde a los propios factores internos del sistema político estadounidense, no solo con disputas de estilo entre republicanos y demócratas, aislacionistas y universalistas, sino también dentro de una misma tendencia política, como lo fue el cambio de estilo entre Franklin Roosvelt y Harry Truman (ya que ambos eran del Partido Demócrata). Tensiones de este estilo y ambiciones personales también han minado decisiones más mesuradas en política exterior, como lo demuestra la tensa relación entre Sumner Welles y Cordell Hull que concluyó, como indica Corigliano (2009) con la renuncia de Welles a su cargo en 1943.
Palabras finales
Teniendo en cuenta lo analizado hasta aquí se puede evidenciar que Argentina ha privilegiado el vínculo económico-comercial con Gran Bretaña, sometiendo al coloniaje y subordinando parte del propio desarrollo de la nación a los dictámenes de dicho vínculo. Las cláusulas del acuerdo anglo-argentino de la década de 1930, conocido comúnmente como “Pacto Roca-Runciman” son elocuentes sobre este punto, en el cual se vio afectado el margen de maniobra soberano del desarrollo argentino frente a la insistencia en revitalizar las relaciones especiales con la potencia europea. A su vez, el sostenimiento de la conducta alberdiana, ha fortalecido el tradicional recelo hacia los intentos de Estados Unidos de establecer una alianza político-estratégica que termine arrastrando a nuestro país a apoyar la intervención en terceros países o en involucrase en conflictos armados bajo su comandancia. Esta actitud habría de modificarse algunos años más tarde con la firma del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y la participación en la OEA, donde Argentina comenzará a mantener un acercamiento relativo hacia los Estados Unidos, junto con una diversificación de las relaciones exteriores, bajo el un modelo identificado por autores como Russell y Tokatlian (2003) como “globalista”, poniendo fin a las relaciones especiales con Gran Bretaña y asumiendo un alineamiento no automático con el bloque occidental comandado por los Estados Unidos durante la Guerra Fría. Así vemos que, durante la primera mitad del siglo XX, las apetencias del imperialismo norteamericano sobre Argentina han tropezado históricamente, ya sea con el vínculo especial de la oligarquía hacia Gran Bretaña, o con el nacionalismo popular y la solidaridad con los pueblos hermanos. Salvo raras excepciones posteriores, donde existirá un alineamiento automático durante los gobiernos Menem-De la Rúa, con un carácter absolutamente servil y deshonroso por parte de la clase dirigente argentina. De todas maneras, a pesar de las citadas excepciones, también es el propio y torpe injerencismo estadounidense el que crea condiciones de reacción a ese alineamiento.
Los acontecimientos de la Argentina del 2025 y la actitud del canciller norteamericano de origen cubano, Peter Lamelas, esta vez representante de la administración del Partido Republicano, pondrán a prueba estas hipótesis.
Como dijera Manuel Ugarte, esta vez en 1913:
“En América hay dos grandes fuerzas: el norte y el sur, y no es posible dejar que la primera se imponga a la segunda. Entre la marea que sube y la marea que baja hay un gran caudal de aguas muertas. La marea que mejor hiera esas aguas, la que las anime y las arrastre, es la que durará” (Ugarte, 1922: 169).
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