Cartografías de la invasión permanente: La Pérfida Albión y los episodios de injerencia y resistencia en nuestra Historia

Juan Facundo Besson

En las márgenes australes del continente, donde la historia se manifiesta menos en fechas que en la persistencia de una dominación que muta sin desaparecer, el Atlántico Sur se erige como un laboratorio donde la Pérfida Albión ensayó, desde sus primeras incursiones, formas sucesivas de proyección imperial. En ese borde geográfico y espiritual, la Argentina templó su conciencia colectiva frente a la injerencia externa, afirmando una identidad fundada en la autonomía y en la resistencia. Este texto inaugura un ciclo destinado a iluminar esa continuidad de invasiones visibles y soterradas, y a mostrar cómo la soberanía y la cultura autóctona permanecen como herramientas vivas para comprender —y disputar— el destino de la nación.

I. La historia de las relaciones entre la Argentina y el Reino Unido constituye uno de los casos más persistentes y estructurales de fricción geopolítica del mundo atlántico moderno. Pocas regiones extrafronterizas han sido objeto de una estrategia tan continua, tan adaptativa y tan interdisciplinaria de control como el Atlántico Sur y el espacio rioplatense. Esta persistencia no es accidental; se inscribe en una lógica de poder imperial que, lejos de ser una sucesión de hechos aislados, se revela como un proyecto cohesionado. Tal racionalidad estratégica ha sobrevivido a los cambios de época, a las transformaciones del capitalismo mundial y a las propias mutaciones internas del Reino Unido (Arrighi, 1994).

Esta visión de la historia, que busca identificar la continuidad de la dominación colonial y semicolonial, es la piedra angular del pensamiento nacional latinoamericano, cuya tarea es reelaborar una visión totalizadora del pasado y del presente para que América Latina recupere su conciencia perdida (Scalabrini Ortiz, 1940/2015; Fitte, 1974). La subordinación de la región, históricamente tributaria del mundo europeo, no se limitó a la esfera económica, sino que se desplegó mediante cadenas más sutiles y efectivas. Para perpetuar su control, las grandes fuerzas internacionales elaboraron mecanismos que deformaron la tradición histórica y crearon ideologías sustitutivas opuestas a la formación de una verdadera ideología nacional latinoamericana (Scalabrini Ortiz, 1940). En este sentido, la secuencia de intervenciones —militares, territoriales, culturales, comerciales, financieras y normativas— constituye la cartografía de un proceso en el que el Reino Unido buscó garantizar su hegemonía en el Atlántico Sur, empleando la fuerza o el mercado según lo exigiera cada coyuntura.

La hipótesis central que va a guiar este ciclo de ensayos es, precisamente, que Gran Bretaña practicó un imperialismo flexible y adaptativo, transitando de la coerción militar explícita a los dispositivos contemporáneos de influencia estructural (Bartolomé, 2013).

II.La fase hispánica del conflicto inauguró esta lógica de intervención sistemática. Desde 1670, Inglaterra identificó el sector austral de la América Española no como un territorio periférico, sino como un nodo de articulación del comercio atlántico, indispensable para la supremacía inglesa en los siglos XVIII y XIX (Williams, 1997; Barros, 1988). La presencia británica no surgió como reacción espontánea a coyunturas emergentes, sino como parte de una política exterior racionalizada, orientada a controlar corredores marítimos, recursos estratégicos y espacios de proyección geopolítica. Un episodio fundacional en esta proyección temprana del poder naval fue el viaje de John Narborough a la Patagonia en 1670, oficialmente con carácter científico y comercial, pero con fines estratégicos inequívocos: reconocer la costa patagónica, el estrecho de Magallanes y los asentamientos españoles, anticipando pretensiones futuras de ocupación territorial y control de rutas marítimas (Narborough, 1694; Urbina, 2017).

Narborough permaneció en Puerto Deseado, realizando un acto simbólico de posesión en nombre de Carlos II de Inglaterra, afirmando que tomaba posesión de “este puerto y río Deseado y de todos los territorios de este lugar en ambas orillas” (Urbina, 2017). Este gesto evidenció la intención inglesa de proyectar influencia sobre territorios nominalmente españoles pero escasamente controlados, una vulnerabilidad reforzada por la dispersión poblacional y la falta de fortificaciones efectivas en la región. Los informes detallados de Narborough, que combinaban cartografía, exploración hidrográfica y observación etnográfica de los pueblos indígenas, como los tehuelches, cumplían un doble propósito, científico y estratégico, permitiendo evaluar el potencial de cooperación o resistencia indígena ante una posible ocupación (Barros, 1988).

La monarquía española reaccionó de forma inmediata y sistemática, consolidando fortificaciones y regulando las arribadas extranjeras, antecediendo la política borbónica de fortalecimiento del absolutismo colonial en América (Guarda, 1990). Esta tensión en el confín austral se alinea con la racionalidad típica de las potencias marítimas, descrita por Mackinder (2010), que consiste en asegurar puntos de proyección, controlar rutas de circulación y garantizar la subordinación económica de territorios funcionales.

La incursión al estuario del Plata en 1763, dirigida a la Colonia del Sacramento, constituyó la primera articulación militar directa de la estrategia británica de hegemonía atlántica, empleando a la Corona portuguesa como instrumento de su ambición (Barba, 1950; Relación Historial, 1705). Esta ofensiva británico-portuguesa, cimentada en el Tratado de Methuen de 1703, tuvo el objetivo de “aprovechar la alianza con Portugal y consolidar el control sobre las rutas atlánticas del sur” (Pereira de Sá, 1993), garantizando así la primacía global. El ataque de la flota, liderada por Mac Namara, no solo buscó una base logística, sino la apertura definitiva de la economía colonial a la penetración de capitales y géneros. El fracaso militar de esta avanzada recalca el interés británico por la región. El artífice de la resistencia, Pedro Antonio de Cevallos, excedió la mera respuesta defensiva, sentando las bases de la organización militar criolla (Luzuriaga, 2008). Cevallos anticipó la acción y neutralizó la capacidad operativa de la escuadra invasora al ocupar preventivamente Colonia del Sacramento en noviembre de 1762. La defensa de la plaza no se limitó a las fortificaciones: Cevallos organizó una movilización total, fortaleciendo Buenos Aires y Montevideo, e integrando formalmente a las milicias criollas. Un factor esencial en esta victoria radicó en la participación orgánica de los contingentes indígenas Guaraníes de las Misiones Jesuíticas, soldados que combatieron “como si fuesen los europeos más esforzados” (Barba, 1950; Fitte, 1974), desarticulando la defensa portuguesa con disciplina y ferocidad. El repudio del 6 de enero de 1763 constituye así la primera victoria coordinada del liderazgo militar español con fuerzas criollas e indígenas, demostrando la viabilidad de la defensa autóctona ante el expansionismo imperial.

Simultáneamente, la codicia atlántica se focalizaba en el extremo austral, consolidando la matriz de la disputa territorial que perduraría por siglos. La instalación británica de Puerto Egmont en enero de 1765 marcó el primer asentamiento permanente del Reino Unido en el archipiélago malvinense (Caillet-Bois, 1948; Groussac, 1910). La expedición de John Byron identificó la ensenada y la designó como Puerto Egmont, afirmando haber encontrado uno de los mejores puertos del mundo. La consolidación de 1766, con la construcción de un fortín y barracas, tuvo un doble objetivo: servir de punto de reabastecimiento para las rutas hacia el Pacífico y afirmar un título territorial negociable dentro de las disputas globales (Caillet-Bois, 1957‑1961). Lord Egmont señaló que la ocupación podía funcionar como “algo para el canje” frente a España. La presencia británica fue interpretada como una ocupación ilícita en un territorio ya bajo jurisdicción hispana, que venía de asumir el control de Puerto Soledad tras la cesión francesa de 1767 (Goebel, 1950). La tensión escaló entre 1769 y 1774, episodio que la historiografía revisionista identifica como antecedente directo de la disputa contemporánea. Tras la reafirmación inglesa en 1769, el virrey del Río de la Plata envió a Juan Ignacio de Madariaga, quien obligó a la guarnición inglesa a rendirse el 1.º de julio de 1770. España, bajo fuerte presión internacional, recurrió a la Declaración Masserano–Rochford de 1771, que aceptaba restituir Puerto Egmont, dejando explícito que la concesión “no podía ni debía interpretarse como renuncia al derecho de la Corona de España sobre las Islas Malvinas” (Caillet-Bois, 1957‑1961).

El retorno británico fue limitado, buscando evitar una guerra costosa sin renunciar a su pretensión simbólica. Finalmente, en 1774, el gobierno británico decidió abandonar voluntariamente Puerto Egmont por razones presupuestarias y estratégicas (Caillet-Bois, 1948; Great Britain Colonial Office, 1908). Esta retirada “obedeció exclusivamente a motivos económicos” y “no modificó la situación jurídica restitutoria creada por España” (Caillet-Bois, 1948), definiendo la primera matriz jurídico-política del conflicto: ocupación española plena, presencia británica contestada y retirada inglesa proyectando la disputa hacia los siglos siguientes.

 La proyección continuó con la ocupación británica de la Isla de los Estados en 1788, intento deliberado de consolidar una base de observación sobre los pasos interoceánicos, parte de una política de expansión marítima destinada a asegurar rutas hacia el Pacífico y vigilar la navegación (Martinic & Moore, 1992). El virrey Nicolás del Campo reaccionó disponiendo la expulsión inmediata de los ocupantes, que se materializó entre 1790 y 1791. Esta respuesta demostró la eficacia de la estructura virreinal y se reforzó jurídicamente con el Tratado del Escorial o Convención de Nootka de 1790, que estipuló que los súbditos británicos no establecerían en lo sucesivo ningún asentamiento en costas ya ocupadas por España (Goebel, 1950; Barros, 1988).

El clímax militar se produjo con las Invasiones Británicas al Río de la Plata de 1806 y 1807, inscritas en la crisis global de las guerras napoleónicas y la necesidad británica de abrir mercados tras la independencia de los Estados Unidos (Beverina, 1939; Roberts, 2000). El pretexto del “liberalismo comercial” ocultaba el objetivo de abrir el comercio de las colonias españolas. El general William Carr Beresford ocupó Buenos Aires en 1806, enviando la plata confiscada a Londres como botín, evidenciando el carácter económico de la invasión. Sin embargo, la reacción criolla, organizada espontáneamente por líderes como Santiago de Liniers, Martín de Álzaga y Juan Martín de Pueyrredón, culminó en la reconquista del 12 de agosto. Este evento fue el punto de arranque de la conciencia nacional, ya que “el pueblo comprendió que podía defenderse sin la metrópoli” (Turone, 2008; Luna, 2006). Las milicias urbanas surgidas en 1806 constituyeron el germen del Ejército Nacional, fundado en la organización espontánea del pueblo armado.

La invasión de 1807, con la toma de Montevideo, proporcionó a Whitelocke la plataforma necesaria para avanzar sobre Buenos Aires. La experiencia previa transformó la estructura defensiva porteña: Liniers reorganizó el sistema militar, Álzaga articuló la logística urbana, y Saavedra consolidó una milicia disciplinada. Durante los combates de julio, la táctica porteña de fraccionar las columnas invasoras y atacar desde azoteas resultó decisiva, humillando a Whitelocke y obligando a los británicos a abandonar la conquista militar directa (Luna, 2006; Turone, 2008). Este fracaso obligó a Londres a orientar su influencia hacia mecanismos económicos, marcando la transición de la invasión por la pólvora a la invasión por el mercado (Perón, 1957; Scalabrini Ortiz, 1940/2015).

III.La era independiente de Argentina, surgida tras 1810, no marcó la liberación de injerencias externas; por el contrario, suplantó una dominación cruda por una dependencia estructural más sofisticada. El Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1825 no solo formalizó la inserción de Argentina en el mercado internacional, sino que lo hizo bajo condiciones abrumadoramente asimétricas. Concedió a Gran Bretaña un cúmulo de privilegios jurídicos y comerciales que establecieron un patrón de dependencia económica (Ferns, 1972; González, 2004). La posterior ocupación de las Islas Malvinas en 1833 actuó como el complemento militar de esta estrategia, evidenciando que, tras declarar la independencia, las Provincias Unidas simplemente heredaron la inmensa carga de la usurpación española. El coronel David Jewett, en un arrebato de patrioterismo, tomó formal posesión en 1820, izando el pabellón nacional (Caillet-Bois, 1948; Kohen & Rodríguez, 2015). Así, la designación de Luis Vernet como Comandante Político y Militar en 1829 pretendió reforzar la jurisdicción argentina, aunque acabó resultando un juego de sombras en un escenario de fuerza que culminó en la violenta expulsión de autoridades argentinas en 1833 (Goebel, 1950; Caillet-Bois, 1957‑1961). 

Un siglo más tarde, las cartas patentes de 1908 se comportaron como un verdadero hito en la retórica británica sobre el Atlántico Sur. Aquella misiva constituyó un ataque con forma de “invasión jurídico-administrativa”, otorgando a Londres dominio sobre una vasta extensión que incluía las islas Orcadas del Sur y la Tierra de Graham, abarcando incluso segmentos del litoral argentino (Fitte, 1984, p. 103). Como bien señala la documentación, esta delimitación no era más que una manifestación de las “oscuras intenciones inglesas de no dejar de lado sus pretensiones de expansión colonial, utilizando (…) el comercio como arma” (Fitte, 1984, p. 110). No se trató de un simple cartapacio, sino de un acto unilateral de soberanía capaz de concebir una invasión “realizada en los papeles”.

La génesis inmediata de estas disposiciones estuvo ligada a unas consultas del gobierno noruego, aunque la estrategia británica escondía un diseño mucho más amplio: consolidar una presencia económica que justificara una anexión formal. Aunque Londres proclamaba que las islas eran británicas desde los días de James Cook en 1775, obviaba que la isla San Pedro ya había sido “perfectamente ubicada” por la nave española León en 1756 (Fitte, 1984, p. 76). A su vez, el inicio del proceso de ocupación argentina en 1904, mediante la Compañía Argentina de Pesca —cuyos buques revestían con pabellón argentino— no despertó ningún tipo de protesta internacional.

La reacción británica frente a esta nueva ocupación fue veloz; informes al Foreign Office alertaban sobre unos treinta exploradores, liderados por el capitán Larsen, asentados en Grytviken. Londres, avivando su propia hoguera imperial, buscó reafirmar su presencia mediante izamiento de bandera y ofertas de arrendamiento que legitimaban su posición. A pesar de las protestas argentinas, la anexión se formalizó en 1908, y solo fue parcialmente rectificada en 1917. La Cancillería argentina, en un acto de desdén, calificaría las cartas patentes como “actos o medidas totalmente ineficaces”, meros documentos unilaterales “huérfanos hasta de un repudio” formal. Sin embargo, el impacto geopolítico de esas misivas perdura, permitiendo a Gran Bretaña mantener un control de facto que aún se siente.

La Carta Patente de 1917, emanada de Jorge V, representa un ejemplo paradigmático de cómo el derecho internacional sirvió como herramienta de expansión colonial británica. No fue simplemente un trámite administrativo, sino un intento de consolidar la soberanía sobre vastas áreas del Atlántico Sur y sectores antárticos, delimitados con precisión que excluían territorios argentinos y chilenos (Letters Patent, 1917, citado en Hansard, 1939). Esta patente no solo definió espacios geográficos; también creó un régimen jurídico que facultaba a la corona británica a exigir permisos de pesca y controlar actividades marítimas, erigiendo un “proto-régimen de gobernanza marítima colonial” (Fitte, 1944, p. 663). Topográficamente, se trató de una “ameba” de control que se extendía desde las Malvinas hasta la península antártica, manteniendo intactas las ansias de soberanía sobre islas y aguas adyacentes.

IV.A la luz de esta historia de sobreposición de intereses, la invocación de la “Cuarta Invasión Inglesa” por parte de Juan Domingo Perón cobra relevancia. Este concepto no se limita a una cronología militar; se erige como una crítica a un sistema económico y político que, tras fracasos armados pasados, adoptó un formato más sutil de dominación (Perón, 1957, p. 4). Para Perón, las invasiones de 1806 y 1807 demostraron que el Reino Unido, tras su fracaso militar, se había resignado a ejercer control a través de la economía y la deuda, transformando a Argentina en lo que él calificó de “colonia, una factoría inglesa” (Perón, 1957, p. 4). Sus esfuerzos para revertir esta dependencia llevaron a una nacionalización significativa que, en su visión, constituyó la expulsión del invasor por tercera vez.

El golpe de Estado de 1955, conocido como la Revolución Libertadora, fue para Perón la consumación de la “Cuarta invasión inglesa”, donde la dictadura, con el respaldo de sectores oligárquicos y eclesiásticos, se dispuso a desmantelar todo vestigio de autonomía alcanzado. La intervención militar incluyó la confiscación de empresas, el desmantelamiento industrial, y el restablecimiento de un esquema de dependencia económica, apoyado en políticas que favorecían los intereses británicos (Perón, 1957). Por su parte, durante su exilio, Perón identificó al Reino Unido como el “enemigo real” de Argentina, reafirmando que su gobierno era solo otro capítulo de una lucha secular contra las invasiones británicas (Perón, 1957).

En la gélida arena de 1982, la guerra por las Malvinas se erige como un emblemático episodio del siglo XX, donde la invasión británica buscó sofocar la recuperación argentina del 2 de abril. “Parte de nuestro territorio se encuentra ocupado por otra Nación. La cual no cede un palmo ante nuestros reclamos”, advertía Bartolomé (2013). Dicho conflicto cristaliza un trasfondo histórico repleto de antecedentes diplomáticos y jurídicos que evidencian la complejidad en la disputa por soberanía. Así, las resoluciones de la ONU y el enredo de acuerdos de entendimiento previo a la contienda confirman un entramado que enmarcaba la tensión entre la defensa de la soberanía y las maniobras geopolíticas internacionales.

Bajo la sombra de estos acontecimientos, los Acuerdos de Madrid (1989 y 1990) sustituyeron la ocupación militar directa por un modelo de dependencia más sutil, sentando las bases para un semicolonialismo funcional. La Ley 24.184 (1993) mostró cómo la lógica de cooperación y los acuerdos bilaterales subordinaban la soberanía argentina a intereses británicos. En este contexto, el nuevo Acuerdo Mondino-Lammy, firmado entre la ex-ministra de Relaciones Exteriores argentina y el secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, se erige como una continuación del nefasto Comunicado Foradori-Duncan de 2016. Este acuerdo no solo profundiza las concesiones otorgadas al Reino Unido, legalizando la depredación de los recursos vivos marinos argentinos y facilitando actividades hidrocarburíferas ilegales en la plataforma continental, sino que también busca restaurar la ruta aérea San Pablo-Islas Malvinas, mejorando la logística de las actividades ilegítimas en el archipiélago. La confluencia de estas políticas refuerza la percepción de que la soberanía argentina se encuentra comprometida, en un laberinto de concesiones que benefician al usurpador en detrimento de la nación.

Este largo recorrido revela un patrón incesante de dominación que se metamorfosea según el contexto, desde las invasiones de 1670 hasta el colonialismo contemporáneo. La independencia no logró erradicar esta lógica; el Acuerdo de 1825 y las asociaciones comerciales más contemporáneas solo reafirmaron la capacidad británica para forjar argumentos legales que perpetuaran su influencia. En última instancia, la defensa de la soberanía no se limita a acciones militares o simples proclamaciones; requiere de una conciencia histórica robusta, una unidad nacional genuina, y un desarrollo económico que permita decisiones autónomas.

Esa es la lección que nos deja esta historia: la soberanía solo puede sostenerse con una base material y espiritual que reduzca la dependencia de poderes externos. La memoria colectiva se traduce en acciones concretas que fortalezcan la autonomía, demandando no solo recuperar empresas estratégicas y reconstruir un plan energético, siderúrgico, alimentario, logístico y de industria para la defensa sino también restablecer una identidad que desafíe la subordinación, para que la independencia deje de ser una mera aspiración y se transforme en una vivencia cotidiana, respaldada por una ciudadanía comunitaria consciente de su lugar en el mundo hispanoamericano.

*Imagen extraída de: https://www.sur54.com/noticias/2016/10/19/63161-malvinas-el-bloqueo-economico-de-estos-10-anos-ha-sido-la-mejor-estrategia

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